lunes, diciembre 12, 2005

Disidencias y convergencias

Convergencia o disidencia, he ahí el dilema. Convergentes son aquellos que se aferran a lo dado, lo establecido, lo normativo, lo reglamentado, lo real estipulado. Disidentes, en cambio, son quienes cuestionan lo estatuido, revierten y subvierten las normas, acceden a lo real desde lo imaginario, ascienden desde las profundidades a los hechos para cuestionarlos.

Los disidentes hacen frente común con los resistentes. Los convergentes no confluyen con nadie, sino consigo mismos; esto es, se dejan transportar por la corriente de los hechos, ya dados, ya diseñados, ya validados. Sólo disiente quién va más allá, abre caminos nuevos al pensamiento y a la acción. Converger es enmudecer, dejarse llevar, sedentarizarse o sedimentarse; en fin, poner buena cara al poder, dejar que éste te lleve de la mano aunque no sepas adónde vas. Los convergentes son sedentarios, han puesto tuercas a su sillón para que éste no se mueva sino al ritmo y compás que establece el director de orquesta. Los disidentes son nómadas. No tienen sillón, ni orquesta, ni compás.

Es más fácil converger que disentir. Son muchos más los que convergen que los que disienten. Pero la historia se va haciendo con los disidentes, pues los convergentes suelen ser más efímeros y a la hora de la verdad sus engranajes se oxidan y dejan de funcionar.

El nómada-disidente vive con intensidad la cultura y cuanto mayor es su autorreflexión más grande se hace su disidencia y más pronto deviene hereje. Las escisiones, las herejías y las disidencias son motores que impulsan la dinámica cultural, social y política; avivan el ritmo de la vida y alientan los cambios. Sin disidencias y sin culturas nómadas, la sociedad acaba por sucumbir.

El poder siempre sospecha de los disidentes. Su mayor quebradero de cabeza es como neutralizarlos. Pero a la larga sólo tiene dos opciones, integrarlos o eliminarlos. En el primer caso, dispone de muchos mecanismos para ello: la cooptación, el arrepentimiento, la fuerza o los dispositivos para canalizar las resistencias y rebeldías (la institucionalización). Eliminar la disidencia puede resultar contraproducente. Es mejor silenciarla, humillarla, ningunearla o, directamente, considerarla enemiga o subversiva y reducirla por la violencia. «Siempre que la disidencia se salga de los límites establecidos por el Estado, puede ser equiparada a la subversión y, en consecuencia, duramente calificada». El despliegue de «dispositivos de vigilancia» (Whitaker) o la «cultura del miedo», como modelo de propaganda de los medios de comunicación convencionales, actúan directamente sobre la disidencia mediante la represión, la coacción o la censura, como en la novela de George Orwell, 1984, manteniendo a la población en un estado de guerra continuo.

Sin embargo, en última instancia, los disidentes siempre se escurren como el agua en las manos. Todo esto no ha impedido que la disidencia hacia los regímenes capitalistas (sobre todo a los EEUU de G.W. Bush) aumente.

En nuestro ámbito euro-norteamericano, la disidencia colectiva alcanzó su cima en los años 60 del siglo XX. Entonces se la llamó «crisis de la democracia» (y seguimos con esto a Noam Chomsky), pues amplios segmentos de la población se estaban organizando activamente para participar en la contienda política. Las elites del poder mundial llegaron a la conclusión de que había que aplastar el renacimiento democrático y reforzar un sistema social en el que los recursos se canalizaran hacia las clases más pudientes y privilegiadas. La cultura disidente se contrajo con esta ofensiva, pero en los años 80 y 90 volvió a emerger y expandirse con el surgimiento de los nuevos movimientos sociales. A comienzos del siglo XXI, la disidencia y la resistencia vuelven a la arena mundial. La desobediencia al poder se instituye nuevamente como un eje fundamental de la emergencia de un «nuevo espacio político» que rompe con el sedentarismo dominante y cuestiona las dinámicas clásicas de la representación política.

Decía Mikel Dufrenne que la práctica subversiva se vincula siempre a lo imaginario por la mediación del deseo. Lo posible está implícito en lo real y el poder es un «poder del ser». Disentir es subversivo y ayuda a cambiar el sentido del mundo; como la «fiesta», la herejía disidente posee el don de la ambivalencia, destruye para instaurar y deshace para rehacer (Jean Duvignaud). Converger con el poder no nos lleva a ninguna parte.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Hay demasiada convergencia?