Carnaval: inversión y subversión (y II)
El Carnaval como ejercicio de la soberanía popular
Este texto viene a incidir sobre algunos aspectos del Carnaval ya tratados en un artículo anterior, Tiempo de carnestolendas. En ese artículo se concluía que el Carnaval instauraba el imaginario popular como estructurante social, se fortalecía el sentimiento de pertenencia a una comunidad y aumentaba notablemente la circulación de palabras, de objetos y de sexo.
La suspensión temporal de la coerción cotidiana
El carnaval es un tiempo de juego, con unas reglas muy diferentes a las que marca el juego social cotidiano. El espacio del Carnaval es un espacio de libertad. En el Carnaval se trazan fronteras que delimitan la vida ordinaria de la acción festiva. Como en el juego, se suprimen las normas que rigen lo social para instaurar otras muy distintas. Como en el juego, se comparte el sentido alegre de la acción. Y, como en el juego, se vive la paradójica determinación rigurosa de la fiesta y la auténtica libertad saturnal para hacer lo que a uno le venga en gana.
El Carnaval elimina la diferencia entre el sujeto y el objeto. En la democracia representativa los sujetos (los ciudadanos) son objetos para sus representantes (los políticos), que se arrogan la exclusividad de ser sujetos. Pero en la fiesta carnavalesca es la vida en común y la de cada persona la que juega e interpreta, la que piensa y decide. En el juego del carnaval está implícita una concepción del mundo que borra de un plumazo la alienación que supone la separación del sujeto de su objeto y establece nuevas relaciones humanas, experimentadas concretamente mediante el contacto vivo, material y sensible. El ideal utópico se aproxima a la realidad en la visión carnavalesca.
El "rebajamiento" y la "degradación", tan propias del Carnaval, son metáforas de la subversión (subvertere, darse una vuelta por debajo). El lenguaje carnavalesco estaba muy relacionado con el nacimiento y las necesidades naturales. "Rebajar consiste en aproximar a la tierra, entrar en comunión con la tierra concebida como un principio de absorción y al mismo tiempo de nacimiento: al degradar, se amortaja y se siembra a la vez, se mata y se da a luz algo superior. Degradar significa entrar en comunión con la vida de la parte inferior del cuerpo, el vientre, y los órganos genitales y, en consecuencia también con los actos como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la absorción de alimentos y la satisfacción de las necesidades naturales" (M. Bajtín).
Pero quizás, la metáfora más poderosa del Carnaval sea la de la inversión, "el mundo al revés". La representación invertida de la realidad está presente en buena parte de la tradición popular, donde nos encontramos con que el poderoso, el amo, el malvado suelen ocupar muy a menudo una posición contraria a la que ostentan en el mundo ordinario. En la tradición oral y en el rito popular todo se confunde, todo se subvierte: los roles sociales se ponen patas abajo, las categorías se mezclan, los contrarios se asocian y el desorden se enseñorea del orden convencional. El sujeto y el objeto ya no se distinguen. El mundo invertido nace de la efervescencia social y tumultuosa de la fiesta. En el Carnaval ese nuevo orden puesto del revés procede del desorden, que al principio siempre es kaos, el punto de partida de todos los mundos posibles e imaginarios.
El tiempo carnavalesco se vive entonces como apropiación colectiva del orden social, al que se conjura mediante el desorden y el juego. Es esta permutación del orden la que nunca ha tolerado el poder legítimo; por eso siempre ha intentado poner coto al desbordamiento social y a la sublevación simbólica del Carnaval: históricamente, ha sido la represión la vía para meter en vereda al populacho indisciplinado, pero el poder también ha utilizado otras estrategias, la más moderna de las cuales consiste en institucionalizar el Carnaval mediante subvenciones y patrocinios.
La subversión carnavalesca y su instrumentalización por el poder
La subversión carnavalesca puede llegar a rebasar las fronteras de lo utópico y materializarse en el mundo cotidiano de la política y lo social. Los sometidos, los explotados, la gente que no tiene horizonte, se dan cuenta de la potencialidad de la máscara como medio para exigir justicia al poderoso. Se desata entonces lo que alguien ha llamado la violencia desritualizada de los pobres. En Brasil, su famoso Carnaval se convierte de año en año en una masiva protesta de los excluidos contra los poderosos. En Estrasburgo, la ciudad-símbolo de la Unión Europea, durante las celebraciones del pasado solsticio invernal y año nuevo, miles de jóvenes ocuparon el centro urbano provocando el caos más absoluto en el corazón de Europa. Este hecho, que fue calificado de vandalismo por los principales medios de comunicación europeos, no es casual y tiene como referencia más cercana el llamado Carnaval de los granujas, cuyo auge tuvo lugar en la capital alsaciana durante los años 70, hasta que fue prohibido y reprimido en 1978. Durante los días que duraba la fiesta carnavalesca, el centro urbano y burgués era asaltado literalmente por nutridos contingentes populares procedentes de los suburbios.
El espacio urbano se constituyó originalmente como escenario privilegiado del intercambio de personas, mensajes y mercancías. Los bulliciosos y populares centros urbanos fueron sometidos paulatinamente al orden burgués. Las elites dominantes de las ciudades se apoderaron de los espacios públicos y desplazaron a las clases populares hacia los suburbios. El nuevo espacio/tiempo burgués se consolidó arrinconando la cultura popular en los intersticios definidos por la fuerza de la ley y el orden establecido.
Hasta el siglo XVI el carnaval formaba parte de la vida urbana, la plaza pública era el centro vital de las expresiones populares. Pero desde entonces el poder comienza a ocuparse también de los espacios festivos. El sujeto popular es escindido del objeto festivo, la fiesta se hace espectáculo y las masas populares se convierten en espectadoras del boato ritual organizado por el poder. En las procesiones urbanas se escenifica ordenadamente la jerarquía local, mientras las masas contemplan boquiabiertas el barroquismo apabullante de estas demostraciones simbólicas de la ley y el orden.
La irreverencia de lo carnavalesco se canaliza hacia espacios de transgresión previamente delimitados por las clases dominantes. Así se neutraliza la violencia simbólica del rito festivo, al tiempo que se permite una cierta dosis de inversión ritualizada para que al final del tiempo festivo la autoridad y legitimidad del poder salgan reforzadas. La fiesta se convierte en válvula de escape que garantiza el equilibrio de poder y renueva la sumisión de las clases dominadas. Para hacer más creíble el sometimiento de la cultura popular, el poder no escatima medios ideológicos y suele apelar retóricamente a los valores y costumbres locales.
La tradición castellana ha sido, en este sentido, objeto de represión enconada. La Iglesia y el poder civil se ocuparon con especial fruición de que la fiesta popular transcurriera dentro del orden más ortodoxo. Además de las fiestas de carnaval, los rituales táuricos, asociados a cultos paganos desde muy antiguo, han sido blanco constante de Constituciones Sinodales, excomuniones a clérigos-toreros y numerosos decretos oficiales de prohibición.
La política represiva ha estado basada en una ideología civilizadora, según la cual los hábitos populares, las estructuras de la personalidad y el comportamiento social deben ser pulidos mediante el control, la coacción y la censura. El lenguaje carnavalesco de lo rebajado y lo degradado dejó de ser practicado porque los sectores burgueses cultivados lo consideraban soez y de mal gusto, perteneciente a niveles más bajos de civilización.
La plenitud de sentido del Carnaval: un paso temporal a los universos utópicos
El gentío popular en la fiesta carnavalesca expresa un sentido de comunidad; fuera y frente a todas las formas existentes de estructura coercitiva social, económica y política. Hasta el apretujamiento de los cuerpos tiene sentido: el individuo se siente parte indisoluble de la colectividad, del gran cuerpo popular y desde ahí exorciza el miedo al mundo exterior. Por eso, en la fiesta se disfruta y se vive la libertad, que a su vez proporciona a los participantes más osadía. Se habla sobre el mundo y sobre el poder, sin evasiones ni silencios; se disuelven los tabúes y la relación humana se hace más flexible y más profunda.
A pesar de las influencias de la cultura civilizatoria burguesa, el Carnaval no ha desaparecido, sigue siendo un paso temporal a los universos utópicos, a los mundos posibles. Como dejó escrito Mijaíl Bajtín, "la fiesta es la categoría primera e indestructible de la civilización humana. Puede empobrecerse, degenerar incluso, pero no puede eclipsarse del todo."
[Publicado en 1999]
No hay comentarios:
Publicar un comentario