Publicado en Visão, 16 de Agosto de 2007
Todos los días nos llegan noticias perturbadoras: el calentamiento global y la catástrofe ecológica cada vez más inminente; la conspicua preparación de una nueva guerra nuclear; los millones de personas que mueren anualmente de enfermedades que con una pequeña inversión mundial podrían ser erradicadas, como, por ejemplo, la malaria, la tuberculosis y el SIDA; la manipulación de la preocupación con un bien esencial para nuestra supervivencia, el agua, para privatizarla y transformarla en una fuente más de lucro, haciéndola inaccesible a los más pobres; la bárbara destrucción de la vida en el Medio Oriente y en Darfur en nombre de la democracia, del petróleo y de la religión. Cuando nuestros quehaceres y placeres diarios no consiguen distraernos de estas noticias somos asaltados por dos sentimientos contradictorios: un sentimiento de urgencia y un sentimiento de mudanza civilizacional.
El primer sentimiento nos lleva a pensar que algo ha de hacerse a corto plazo, pues de otro modo será probablemente demasiado tarde. Parece ser de sentido común que si no actuamos a corto plazo tal vez no haya largo plazo. La angustia que este sentimiento nos provoca aumenta cuando comprobamos que este sentido común no parece compartido por las instituciones políticas que nos gobiernan. Las instituciones nacionales no se sienten responsables por nada de lo que pasa más allá de sus fronteras y los problemas globales con impacto nacional (como los cambios climáticos), siendo responsabilidad de todos, no son al final responsabilidad de ningún país en particular. Por su parte, las instituciones internacionales nos refuerzan, de alguna manera, nuestro sentido común, pero el discurso de la urgencia es neutralizado por la práctica de la impotencia, ya que, al final, son rehenes de las instituciones políticas nacionales.
El segundo sentimiento procede de la sospecha de que las noticias perturbadoras se irán acumulando cada vez más, a media que prevalezca esta civilización tan creativa como destructiva, dominada por la idea de que sólo tiene valor lo que tiene precio, capaz de acumular riquezas fabulosas en las manos de pocos y transformar, con indiferencia repugnante, una buena parte de la humanidad en población desechable, una civilización tan predadora del hombre y de la naturaleza como seductora por el modo en que penetra en nuestra piel y nos aferra a una compulsión ideológica del consumo, ya podamos o no consumir. En este caso, nuestro sentido común nos dice que sólo a largo plazo será posible modificar las cosas, tarea de muchas generaciones, centrada en la educación para la paz y para la solidaridad, para la ciudadanía y para la racionalidad ambiental. Y la angustia nos sobreviene porque en este caso estamos todavía más desprovistos de instituciones, ya que las existentes, siendo producto de esta civilización, en nada nos pueden ayudar a construir otra.
Ante estos sentimientos contradictorios de urgencia y de mudanza civilizacional, de corto plazo y de largo plazo, estamos más solos que nunca. Y si nadie puede pensar en actuar por nosotros, ¿por qué no comenzamos a pensar con más autonomía y a actuar colectivamente con más innovación y osadía? Por más contradictorio que parezca, será por nosotros que puedan comenzar tanto las acciones urgentes como las mudanzas civilizacionales. O no comenzarán nunca.
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